25 oct 2011

II

Cuando entró todo estaba oscuro y en silencio. Entre la pesada penumbra divisó el bulto en el piso, y al acercarse —no sin chocar con todo tipo de objetos invisibles aunque concretos que le cercaban el paso— pudo notar que él tenía la cabeza escondida entre las manos. Se dejó caer a su lado, abatida, como quien se encuentra con las ruinas de un magnífico edificio, como quien asiste al derrumbe de su propia casa.

Ninguno de los dos habló, y permanecieron así largo rato, sentados en el suelo, mudos, uno al lado del otro. Finalmente ella se aventuró a tomarle la mano, él giró hacia ella y se abrazó de su cintura con fuerza, dejando caer la cabeza en su falda. Ella, inmóvil y pálida como una estatua, sin saber que hacer, reprimió el nudo en la garganta, le abrazó a su vez y se recogió junto a él, doblando el torso por encima de la espalda que, corvada, se apoyaba en una de sus piernas. Ahí yacieron petrificados, sosteniéndose lo mejor posible el uno al otro, sin notar que, de igual manera, ambos caían juntos al abismo.

¿Qué podía pasar detrás de esos ojos que la miraban desde el silencio?. Tan grandes, pero hoy tan vacíos. En la oscuridad ya no podía verlos, sin embargo sabía que estaban ahí. Ella mantenía los suyos muy abiertos, pero sólo topaba con diferentes tonos de sombras.

Cuando el día, perezoso, comenzó a despuntar, notó que él se había quedado dormido en su regazo. El cuarto poco a poco retornó a sus dimensiones naturales y pudo distinguir los contornos de los muebles. Cuidadosamente se desprendió de su abrazo. En silencio tomó sus cosas y emprendió la fuga, incapaz de soportar la idea de dos rostros derruidos y desencajados que, emergiendo de las sombras, se miraban mutuamente, revelando, sin quererlo, demasiados secretos.

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