Se encontraba sobre su blanca cama, cubriéndose con blancas sábanas, apoyando la cabeza en blancas almohadas. Vestía totalmente de blanco: blanco el blusón, blanca la saya, blanco el sombrero, blancas los zapatillas... La mayoría de los muebles en la habitación eran de ese sobrio color, o al menos lo habían sido. Miró el techo que era de un blanco amarillento, giró a la ventana y la brillante nieve pérdida en el cielo nublado le cegó momentáneamente, levantó su pálida mano izquierda y deslizó los dedos entre un mechón de su cabello rubio platinado. Y observó.
Todo lo que conocía era blanco y aburrido, blanco y simple, blanco, blanco. Blanco y superficial era el trato de sus parientes, blancas y repetitivas eran las oraciones de las mujeres con las que convivía cada mañana, y blancas eran las conversaciones de las jovencitas con las que se veía obligada a relacionarse. Así transcurría su vida, en blanco.
Pero cierto día, tras caer vencida por la creciente curiosidad —madre de los misterios—, se escabulló al desván, y de entre los triques hurtó aleatoriamente una caja de cartón, dentro de la cual encontró un retrato que jamás había visto, en el que aparecía sentado en la sala de su hogar un hombre sobre el que jamás le habían hablado. Entonces, por dentro, sintió el mundo cubrirse de un color intenso y desconocido.
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